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El Corredor Interoceánico: un ecocidio irreversible

Leticia Merino

Durante varios sexenios gubernamentales, poderosos intereses económicos y políticos han tratado de venderle a la opinión pública las innumerables ventajas de construir un corredor transístmico para comunicar al Golfo de México con el Océano Pacífico: un canal de Panamá de la modernidad y la globalización. Con éste, los beneficios que recibiría el sureste del país serían incontables.

El principal, un desarrollo agropecuario ligado con industrias en las áreas rurales, con la ventaja adicional de poder enviar por mar a Estados Unidos, Canadá, Japón y otros mercados los productos obtenidos: cultivos diversos, y productos de las ramas forestal y pesquera. También habría un enorme impulso al sector minero, la generación de energía y las maquiladoras. El corredor disputaría muchos clientes al canal de Panamá.

Viejo es el intento de construir una gran vía que, atravesando el istmo de Tehuantepec, una a Coatzacoalcos con Salina Cruz. Hace más de 150 años, Estados Unidos presionó al gobierno mexicano para obligarlo a que le hiciera efectiva una concesión a fin de abrir una ruta interoceánica en el istmo. Así pretendía sumar territorios en la zona sur del país: ya los tenían al norte con el despojo que realizó en el siglo XIX.

Después, Maximiliano concedió a nuestro socio comercial nuevos derechos para construir la vía interoceánica. El proyecto no prosperó. Finalmente, en el porfiriato los intereses ingleses construyeron una línea ferroviaria y las terminales portuarias en Coatzacoalcos y Salina Cruz. En la etapa posrevolucionaria se efectuaron diversas obras.

Hace un cuarto de siglo, el Banco Mundial llamó la atención sobre las prometedoras posibilidades de aprovechar los incontables recursos naturales del sureste por medio de diversos programas de modernización, desarrollo y descentralización de las actividades económicas. Entre ellos, una vía que uniera el Golfo de México con el Pacífico.

A finales de los años 70 del siglo pasado se insistió en aprovechar las ventajas geopolíticas y espaciales del istmo gracias al megaproyecto Alfa-Omega, que mejoraría el transporte terrestre y ferroviario con base en contenedores. La crisis de finales de esa década y principios de los 80, salvó al país de este nuevo atentado a la nación.

En cambio, en 1988 Pemex comenzó un magno proyecto petrolero en el Pacífico, teniendo como base a Salina Cruz con el fin de cubrir la demanda interna de hidrocarburos y reforzar la presencia de México en el mercado internacional.

En un libro ya clásico y que sigue vigente: Geopolítica y desarrollo en el istmo de Tehuantepec, editado por el Centro de Ecología y Desarrollo, Cecodes, Alejandro Toledo Ocampo resumió por qué los repetidos intentos imperiales por apoderarse de tan importante región del país:

  • alto potencial de sus numerosas corrientes fluviales;
  • ricas reservas de hidrocarburos;
  • extensas planicies de inundación;
  • vastos recursos pesqueros y forestales;
  • ubicación estratégica respecto a los mercados externos;
  • sociedades rurales tradicionales con evidentes muestras de pobreza y marginación.


También ilustró cómo la historia reciente del istmo es la expresión clara de que el “desarrollo” que preconizan los modernizadores de ayer y de hoy conduce a dañar preciados ecosistemas. Y algo no menos grave: a alterar y destruir hasta sus raíces las estructuras comunitarias y culturales de las poblaciones que por sus conocimientos, manejo racional del medio y comprensión de la naturaleza, asombraron a los conquistadores españoles y a quienes, más recientemente, han estudiado tan vasto territorio y a sus pobladores.

Abundan las pruebas que muestran cómo la concepción tecnocrática vigente desde hace años en México ignora los problemas de la gente, de las comunidades y de la cultura que desde hace siglos forman la base de la organización de los grupos humanos del sureste. En cambio, aparece lo peor de la civilización del petróleo. No solamente se trata de los hidrocarburos sino de ecosistemas de incalculable valor que son destruidos o alterados: planicies costeras, pantanos, lagunas, ríos y estuarios. O las selvas tropicales húmedas como las de Uxpanapa y Chimalapa.

Este número de La Jornada Ecológica busca precisamente mostrar los alcances del nuevo proyecto “civilizador”: el Corredor Interoceánico. Varios investigadores nos ofrecen una visión muy diferente a la que pintan las instancias oficiales y privadas que llevan a cabo dicho megaproyecto.

Y cómo, antes de cualquier cosa, es indispensable consultar el parecer de las comunidades que resultarían supuestamente beneficiadas, y medir los efectos ambientales y sociales de las magnas obras “modernizadoras”.

En resumen, comenzar por el principio: trazando el futuro con la gente y los recursos naturales que la rodean desde hace milenios.

La Jornada Ecológica agradece a los especialistas que colaboran en este número. Y de manera destacada el apoyo de Miguel Ángel García Aguirre y la combativa organización campesina Maderas del Pueblo del Sureste.

Leticia Merino